Paisaje abigarrado

Falta el skyline de una gran ciudad en el horizonte para colgar el cartel de “completo”. Óleo sobre tela, 31 x 35 cm. Anónimo. Y, sin embargo, hay un candor. Me imagino al autor o la autora; una de esas personas que nunca tienen suficiente, que viven con ese punto de perpetua insatisfacción. Pero todo tiene que acabar; todo tiene un límite y un punto y final. Sonrío al observar el momento exacto en que el artista o la artista decide que “ya está bien así”. De tantos elementos que hay, uno no da abasto. Incluso los hay que ni comprendo. Es como un circuito oval muy peraltado, en cuyos márgenes hay campos de cultivo y un pueblo en el fondo de la oquedad donde se circunscribe la pista de competición, que aspiraba, en su origen, a ser valle. Me recuerda al caso contrario de “El inglés que subió una colina pero bajó una montaña”, una entretenida película del año 1995. «En general, es la clase de agradable historia folk que los espectadores más jóvenes y más mayores encontrarán entretenida”. «Comedieta que destila el encanto del localismo y las tradiciones del cine inglés». Los dos entrecomillados los extraigo de críticas sobre la película citada; nótese que bien pudieran referirse a la pieza que hoy les muestro. Desde hace mil años sostengo que “todo es comparable”, lema que descubrí años después como título de en un libro de Óscar Tusquets publicado en 2006, en el que se sostiene la misma hipótesis. Esta transferencia entre las frases que comentan una película y que bien pudieran también comentar esta pintura, es un ejemplo de transversalidad. Pero no acaban aquí las maravillas; buscando el libro de Óscar para saber el año de edición, me salta la portada con su imagen: el rostro de cristo junto a un caracol. De inmediato recuerdo yo una pintura de la colección de arte abandonado y, efectivamente, son comparables. ¡Qué cosas! Pienso que la imagen de la portada del libro es el detalle de un cuadro de El Greco, pero no la encuentro en la red; parecidas sí, pero con la mirada hacia abajo. Y así es cómo, una simple crónica de una pintura con encanto, pero de escasa trascendencia, entre dimes y diretes me lleva media mañana.

Volviendo a la obra, hay en ella detalles incomprensibles que me despiertan una sonrisa. El ciprés que se pierde en las alturas, todavía no lo acabo de procesar por lo imposible que resulta su desproporción. En el centro mismo de la imagen, observo una especie de ruinas arqueológica que también se me escapan al entendimiento. En la mitrad inferior, hacia el margen izquierdo, aparece una figura de espaldas y otra, más pequeña al fondo que, aunque debiera transitar por un sendero, más bien parece que se sostenga sobre un seto. Por no mencionar otras cuestiones de perspectiva y pequeños detalles aquí y allá que me recuerdan a las viñetas de Mortadelo y Filemón, en las Ibáñez añadía desternillantes detalles en tramas casi paralelas, que hablaban de su enorme sentido del humor. Por todo ello ésta es otra de las piezas que no me canso mi admirar. Me sienta bien esta obra, me hace sonreír y me aproxima a la especie humana, por ese darlo todo que también es capaz de ofrecer, sin pedir nada a cambio porque, y no pienso que me equivoque, la aspiración del autor o la autora con esta pintura, no era la de comerciar con ella a cambio de altas sumas de dinero. A eso, entonces, yo le llamo practicar el arte por puro y simple placer. Me ocurre de algún modo con esto del museo de arte abandonado que, por cierto, veo que a veces lo escribo con las iniciales en mayúsculas y otras no. Ay… Lo voy a dejar aquí, porque si empiezo a analizar las implicaciones subconscientes de eso… No acabaré nunca y, aunque me tengo por un eterno insatisfecho, sí pongo el punto y final cuando me sale de la vesícula biliar.