Camellero
“El camello es un animal muy malo; el que muerde no tiene peligro porque usted llega al dornajo, que está comiendo allí, se le agarra con la soga, le pone el sálamo y ya está. El que tiene peligro es el que manotea; esos camellos hasta se matan unos con otros, se meten la mano en el cogote y se desnucan. Con el que manotea hay que tener mucho cuidado con él, te mete debajo del pecho de él y lo que quiere es desnucarte. Los camellos tiraron a muchos así. Para salir un camellero bueno, antes, tenía que salir un tío especial, como un chófer. Después el camello tiene una ventaja, que le empiezas a dar palos y nada; como no le des en una vena que tiene por detrás de las orejas, por el cogote, no te suelta y te mata. El camello, cuando tú ves que está revirado, se fucha con las patas delanteras dobladas por la rodilla; entonces coges una soga, se la echas por debajo de la mano, se la pasas por el cogote y le amarras la otra mano, entonces ya no se puede levantar. Se debe tener siempre un palo, como el cabo de una azada, por ejemplo, le amenazas y mientras el camello grame no lo sueltes, porque te come vivo. Pero cuando le das en la vena, es como cuando a uno le dan un palo en la cabeza, que dice aaay. Entonces el camello grama pero de dolor, y se le va toda la resabia. Sí, los camelleros tienen que ser gente especial. Tienes que saber cuándo él está de malas; si lo vas a fuchir y él empieza a remolerse, pues lo dejas quieto. Hay alguno que cuando le echas la soga por arriba del cabote para amarrarle la torta y jalarte con ella para arriba, él ya se tira al suelo para que lo fuches”.
El texto pertenece al libro “Yo, Severo”, un relato en primera persona que recoge el testimonio de las vivencias de un hombre del sur de Tenerife, al que tomé palabra con una grabadora y me limité a transcribir sobre papel sus recuerdos. Se editó una tirada pequeña con motivo de una celebración que ya olvidé. Hará de eso unos cinco años.
Llevaba ya tiempo con la colección de arte abandonado, cuando mi amigo Germán me dijo de ir a una charla en la Fundación Cristino de Vera en La Laguna. El motivo era una exposición sobre un pintor de Tazacorte, en La Palma. Nuestro amigo Domingo Vega había donado unas fotografías para la muestra y, además, el ponente era interesante, un tal Fernando Castro Flórez. Allí descubrí al genial pintor de Tazacorte, y a un erudito que, además, era divertido abordando los temas de sus conferencias. Unas cuantas personas de las que asistimo fuimos a cenar a una tasca en los aledaños de la Fundación; me senté al lado de Claudio Marrero sin reparar mucho en él, fue al intercambiar opiniones que descubrí que era el profesor, artista y presidente del Ateneo de La Laguna. Un tipo sabio y de una humanidad desbordante, con el que se ha fraguado una amistad.
José Martín fue otro descubrimiento. Un pintor y carpintero. Carpintero y pintor. Libertario, ácrata y más allá de los cánones pictóricos. Sus pinturas son universos paralelos, pero tan de la tierra al mismo tiempo. Pasó un tiempo en cárcel por falsificar billetes. Vivió retirado del mundo en ese rincón al margen del mundo también que es la República Independiente de Tazacorte. Desde entonces quise que alguna vez me encontrase en la basura una obra de José Martín. Sucedió hará un mes. Es la que les presento. El corazón me dio un vuelco pero, conociéndome, fui cauto. La firma y algunas trazas me confirmaban sin duda la autoría. Pero ya sé que cuando soy parte interesada en el asunto, mi objetividad científica vuela por los aires, así que pregunté a Celso, autor del catálogo sobre el autor y quien mejor conoce la obra del artista. Parece que confirma la autoría; estamos a la espera de que la pueda examinar al natural. La pieza, personalmente, me parece de una rotundidad que no precisa comentario alguno. Acaso el texto primero de Severo. Qué singular y extraordinaria pareja se acaba de dar cita en este artículo. La obra es un pastel sobre papel, de 40 x 50 cm. Firmada en el ángulo inferior izquierdo.