Mi querido visitante
Llegó ayer, a deshoras, un visitante al museo. Serio, enjuto, flaco, callado. Como siempre, empecé a explicarle un poco la historia y la actual exposición. Atendía en silencio, sin hablar. Tanto silencio, sumado a su rostro hierático y sus gestos casi petrificados, me turbaban. De repente, me soltó una pregunta. ―¿Aceptas opiniones? Una pregunta así, a quemarropa, no anticipaba nada bueno, intuí. ―Hay alguna pieza interesante, por supuesto. Pero nada que no pueda encontrarse en cualquier rastro de carretera, o en el cuarto en penumbra de un chamarillero. Allí, diría que incluso la variedad de objetos hace más intensa la visita. Me parece que acabo de entrar en un suflé con ínfulas de delicatessen. Disculpa si te parezco brusco, pero tarde o temprano alguien te lo iba a decir, si no te lo han dicho ya. ―Tranquilo ―respondí. ―Agradezco todo punto de vista, y más si viene de alguien que intuyo con criterio y conoce este mundo ―añadí. Tras ese cruce de frases, el visitante dijo tener otros compromisos y debía marchar. Se dirigió hacia la salida y me deseó suerte. Me quedé en el quicio de la puerta observando cómo marchaba con agilidad, calle arriba.
Guardo para el final lo que me dijo cuando estaba ya en la calle y yo en el umbral del museo. Me sugirió que me tomara esta visita como la del caballo al enfermo en un cuadro de Marx Kurzweil. La obra es la que ilustra esta historia tan verídica, que anoche apenas pude conciliar el sueño. “Una querida visita, la última visita” es el título de la obra. Yo no sé si dormiré hoy bien, porque he pasado un día como en babia, traspuesto, inquieto. No quise darle muchas vueltas a lo que me dijo. Sí pienso que debía dejarlo escrito. Ahora mismo, al releer el texto, siento como una opresión en el estómago, y algo de falta de aire. La casa duerme todavía. Lo del suflé no se me va de la cabeza, ni las ínfulas… Tanto esfuerzo…