La belleza del tiempo
Otro cuadro enorme que iba a la basura y fue rescatado justo al borde del precipicio del último segundo. Comprendo a la persona que decidió desprenderse de él. Medio cuadro había desaparecido con el tiempo. Y es precisamente ese atomizarse la pintura, ese desprenderse en minúsculos cachitos el pigmento, ese dejar la urdimbre atrapa-formas del lienzo al desnudo lo que me emociona.
Observen la imagen de detalle. Qué belleza la bailarina. Eso sí es hacerse etérea. Perder contundencia, alcanzar la esencia y volar por el espacio. La metáfora es hermosa. El simbolismo resulta poético. Y sin la intervención humana. Sólo el tiempo y sus efectos. La gente piensa que el tiempo lo aja lo todo, que resta brillo y belleza a todo. Quizás sea todo lo contrario. La pátina del tiempo ennoblece los objetos. La señal ineludible del tiempo en los cuerpos y en los objetos, tal vez haga más bello cuanto toca. Una belleza que hay que saber ver. El tiempo se posa sobre nosotros restándonos facultades para darnos otras; aunque sea la facultad de perder para siempre la memoria de cuanto fuimos, o dejarnos sin aliento… El tiempo nos grita, nos impele a tomar decisiones cuando ya casi no somos, o reta a quienes nos rodean para que las tomen por nosotros. Qué mal gestionamos esos últimos pasos. Qué miedo tenemos a la calma final que el tiempo poco a poco nos va anticipando.
Pero regreso a la obra. Es una maravilla. Es puro magnetismo habernos encontrado en este instante preciso. Del coche fue directa al taller de Rubén, mi restaurador. Sólo quiero que me diga cómo dejarla tal cual está. Si requiere de un fijador, de un barniz, de una varita mágica… Dejarla así para la eternidad. Así, fragmentada, como un trencadís de Gaudí. Un estallido cósmico. Una implosión que la propia obra incuba desde su origen y que lentamente se consuma. Manuel Tegeiro, artista sevillano afincado en el santacrucero barrio del Toscal, de un figurativo rayano al hiperrealismo, tuvo su momento de esplendor y todavía pueden verse los restos de aquel brillo en los precios de algunas obras que corren por la red. Cualquier entendido en arte me dirá que, con las pérdidas, esta pieza se ha devaluado hasta perder todo valor crematístico. Para mí es todo lo contrario. El tiempo se alió con el artista para añadir valor a su obra. Mejoró la obra un mil por cien. El caso trae a mi memoria aquel episodio del bodegón de flores de Juan de Arellano, que mi amigo el pastelero compró en Barcelona por medio millón de pesetas; el pobre estaba diez veces peor que las bailarinas de Tegeiro. Lo mandó restaurar, lo llevó a Sotheby’s y se vendió por ocho millones, si no recuerdo mal. De Arellano quedaba un veinte por ciento. Cosas del mercado. Toda pieza que entra en el museo, queda ya exenta, ajena a esa mirada cargada de prejuicios que barema y tasa, barema y tasa… Parece que ese sea el objetivo último de la producción artística. ¿Cuál sería el precio de una obra, en la que hubiera intervenido el impacto cósmico de un meteorito? “Hay obras que tienen más valor que precio”, como diría mi amigo Enric, el experto en pintura antigua de la sala de subastas Balclis.